"El meu amic Quim Ibarz": un periodista en estado puro
¿Cual es el momento en que un periodista se queda sin palabras? Cuando se muere alguien a quien se ha querido mucho. Sin palabras y en un desierto devastador se queda uno cuando el que se fue es un colega, un compañero de ruta y un amigo inclaudicable como lo fue Joaquin Ibarz.
Pero como no hay intento que no se haga, ni mudez que dure un siglo, habrá que aclarar que no hay despedida. Joaquín las evitaba. Queda un vacío enorme en el alma y en el camino y al que estamos obligados a llenar de la única manera que él lo hubiese admitido: haciendo periodismo. Buscando siempre la perfección, sin darle respiro a los sátrapas y a los corruptos, dándole la voz a los que denuncian y colocándose siempre al servicio de la noticia en cuerpo y el alma, como lo hizo él a lo largo de una carrera singularmente brillante. Una carrera, que comenzó en Zaragoza y siguió en el vespertino Tele/eXpres de Barcelona –una suerte de redacción antifranquista en la que también colaboraba Manolo Vázquez Montalbán- forjándola hasta el último día.
Joaquín había nacido el 25 de mayo de 1943 en Zaidín, Alto Aragón, en el seno de una familia de labradores. Había estudiado en un colegio religioso como pupilo, tal vez porque sus padres tenían pensado para él, el tercero de cuatro hermanos, un destino de sacerdote. Y recién con el tiempo les daría el gusto pero no en la Iglesia, sino en la Santa Fe del buen periodismo. El hizo de la profesión un sacerdocio a sabiendas que en este oficio existen dos clases de gentes: los que trabajan de periodistas y los que son periodistas el tiempo completo. Ibarz lo era hasta en sueños. Sólo así se podía entender que llamara a diario a algún compañero antes de las 8 de la mañana para anticiparle lo que iba a escribir para la edición del otro día o intercambiar ideas como en una mesa de redacción.
No se si alcanzará una definición para el Ibarz profesional. Siempre lo observé como a un hombre de prensa en estado puro, el que enriquecía con su energía cualquier cobertura compartida.
Supe de su existencia durante el conflicto zapatista en Chiapas, cuando yo llevaba pocos meses en mi primera experiencia de corresponsal fuera del país. Más precisamente en San Cristóbal de las Casas, donde nos concentrábamos todos los periodistas.
Había escuchado por primera vez sus gritos con el que expresaba su vehemencia en una discusión con colega en el hotel Casa Vieja, donde nos hospedábamos varios, a la hora del desayuno. En la tarde, volví a cruzarlo en el Bar del Hotel Diego Mazariegos, donde funcionaba el Centro de Prensa. Allí lo volví a encontrar discutiendo con otro corresponsal español. Por un momento pensé que iban a irse a las manos. Llamaba la atención de quienes no lo conocíamos. “Es Ibarz, el de La Vanguardia”, me avisó un compañero de EFE. Me llevó unos días comprender que jamás iba a trompearse con nadie, y que su vehemencia también estaba puestas al servicio de las causas nobles. Al otro día, volvimos a cruzarnos en el lobby del Casa Vieja y se presentó. Me preguntó hasta darme la bienvenida y buscar argentinos para que comience a afianzarme.
Meses después volví a dar con él en una conferencia de prensa de José Francisco Peña Gómez en Santo Domingo, donde cubríamos las elecciones. “¿En qué hotel estás? Vente para el Embajador que estamos todos, no te quedes solo…” A partir de entonces fuímos compañeros. Tardé un par de meses más en comprender que había ganado un amigo para toda la vida. Fue en Haití, durante la ocupación de las tropas americanas en julio de 94, pero creo que desde el instante que comenzamos a charlar por primera vez supe que estaba ante una de las personas que iba a dejarme una enseñanza enorme. El que iba a mostrarme, sin proponérselo, las ventajas de pararse con equidistancia ante los políticos, aún cuando el ciudadano que también es uno de a ratos -y sus consecuentes posiciones ideológicas-, suela mirarlos con cierta simpatía.
Ni los desengaños políticos, que los tuvo y muchos (como los Sandinistas por ejemplo), ni sus 28 años saltando de conflicto en conflicto, de elección en referendum y de hotel en pocilgas, le hicieron perder la curiosidad, ni las ganas de informar, ni la pasión por escribir. Había que conocerlo bien para saber cómo quitarle la mueca amarga de su rostro cada vez que desde la redacción de La Vanguardia Pau Baquero o Joaquin Luna, le avisaban que ese día no habría espacio para América Latina, que una matanza en Los Balcanes o una revuelta en Indonesia se llevaban todas las páginas. Ahí entonces había que trabajar un poco para que brotara la sonrisa infantil en el rostro con la primera anécdota de las miles que atesoraba junto a su colección de arte y antigüedades latinoamericanas. Eso hasta la aparición de Internet, que vino en nuestro socorro a remediar el problema del espacio en las hojas de su vida periodística. Ocupaba mucho tiempo en buscar, seleccionar y escribir para enviarles material de análisis o informaciones a sus amigos. El caudal era tal que no nos quedó más remedio que bautizarla: “la Ibarzpress”. Lo que comenzó como un pasatiempos con una humorada como bautismo terminó siendo una necesidad para diplomáticos, políticos, analistas y colegas, a los que iba abonando a lo largo de su trajinar por la región.
Cuando ya la jubilación había comenzado a golpear a su puerta, el entusiasmo y la energía eran propias de un estudiante de periodismo dispuesto a tragarse el mundo de un bocado. Y en esa postura nos daba a todos una lección de profesionalismo y una inyección de que cuando la fe en la profesión mermaba, no era que todo estubiese perdido.
Para Joaquín la vida y el periodismo se servían en el mismo plato suculento con el que se presentaba en el desayuno para que no dejemos de gastarle una broma. Ambas las disfrutó a conciencia y responsabilidad. Llegó a conocer este Continente como pocos. Ya sea cubriendo crisis y matanzas o buscando a ese cura catalán que tuviese algo que contar ya sea en Sao Felix de Araguaia (Brasil) o en las afueras de Sucre. Un continente que le llegó a doler como propio aún cuando muchas veces lo medía con la vara propicia de un desarrollo político y democrático europeo y, más precisamente de la España postfranquista. Fue incansable en su peregrinar contra dictaduras y autoritarismos, y un disparador de temas que luego se convertirían en conflictos y más tarde se sellaron como parteaguas históricos. En ese tópico lo sufrieron Antonio Noriega y Alberto Fujimori, en aquel recordado año 2000 del fraude y me viene en el recuerdo el día después de la segunda vuelta de las elecciones colombianas de 1994, cuando Ernesto Samper se consagró presidente.
Días antes el conservador Andrés Pastrana, ya sobre el final de la campaña electoral, había dejado traslucir que en la campaña de su contrincante habían ingresado fondos del narcotráfico.
Transcurrió la elección y un Samper ganador, había convocado a una conferencia de prensa en el desaparecido hotel Orquídea Real de Bogotá, el día después. Ibarz se hizo de un lugar en la primera fila y del primer turno para la pregunta: “¿Qué tiene usted para decir de la denuncia de Pastrana en cuanto a que su campaña estuvo financiada con dineros del narco?” En ese preciso momento comenzó para Samper el calvario que lo acompañaría durante todo su gobierno. Una legión de periodistas estadounidenses punzaron a preguntas durante casi una hora al presidente electo, lo que había motivado una larga reunión entre Samper y su vicepresidente, Humberto de la Calle, en el último piso del hotel. En aquella pregunta de Ibarz nació tal vez, lo que se conoció como el Proceso 8000.
Fue precisamente en Bogotá, donde lo bautizamos “el Virrey”. No habría encontrado apodo mejor para alguien que le preocupara tanto los avatares de estas tierras y que al llegar a su hotel de muchos años en Bogotá, el desaparecido Nueva Granada en la Avenida Jiménezcon Séptima, hiciera que los empleados le reservasen siempre la misma habitación y la preparasen ante la eminencia de su llegada con sus propios cuadros y su ropa en el armario. La que guardaban en el depósito hasta su próximo regreso.
Fue tan famoso en los anticuarios limeños y en la paceña calle Sagárnaga (la calle de las artesanías), como en el Alpaca 111 de Larco y Benávidez o en el restaurante Urrutia de Caracas, donde cada almuerzo solíamos transformarlo casi, que en un holgorio. Respetado por colegas y embajadores, amado por sus amigos de cada puerto y admirado por lectores de aquí y de allí, de su Barcelona amada, Joaquín fue una referencia y un guía para muchos periodistas. Incluso para aquellos que no lograban tolerar su carácter y su personalidad, forjada a caballo en las escuelas de la España de postguerra y en la resistencia política al franquismo.
Tal vez tenga que rendirme a ventilar una anécdota que me roza de cerca para terminar de mostrar de qué madera profesional y humana estaba hecho mi amigo. Enfermo como estaba, habíamos combinado vernos en Nueva York el 28 de octubre, cuando le entregaban el premio María Moor´s Cabot con el que coronaba su encomiable carrera. Yo sabía que aquella ocasión en la Universidad de Columbia iba a ser la despedida, aun cuando mi escudo en todo esto era la esperanza de un milagro. El 27, a escasas horas de abordar el avión rumbo a Nueva York desde Buenos Aires, fallecía Néstor Kirchner, lo que me obligaba a cubrir la noticia hasta después de las exequias. Lo llamé y le dije que no podría ir pero que lo visitaría en breve en Barcelona. “Tu lugar está allí”, me dijo. Supe luego por quienes lo acompañaban que le había dolido, que se le había desfigurado el rostro mientras escuchaba mi decisión. Y una persona que lo ama intentó consolarlo: “Si al menos Kirchner hubiese muerto cuando José ya estuviera volando hacia aquí..:”
“¿Qué dices?”, cuentan que bramó, “Menos mal que no ha viajado antes. Su lugar está allí y tiene que cubrirlo”.
No hubo despedida en Nueva York, ni habrá despedida posible de Quim. Ya lo había establecido un día de julio del 95, cuando me iba de México a Francia donde me habían trasladado. Me había propuesto una última cena en el Café Tacuba. Allí nos encontramos en una larga comilona y al salir, ya en la calle, me dijo “Nada de despedidas, que son tristes. Llámame cuando llegues a París”.
Lo ví por última vez en Barcelona, el 21 de noviembre. El día que abandonó el hospital. Ya en la camilla al subir a la ambulancia que lo llevaría a Zaidín me dijo “José, nos vemos aquí o en Buenos Aires o donde sea, y sabes que no es una frase hecha”. Así será. Al final de cuentas él es el jefe de Logística. El que decidirá en qué lugar de nuestros corazones debemos ir a golpearle la puerta, para avisarle: “Apúrate Quim que allí fuera hay una manifestación dispuesta a decirte lo que no te han dicho: ´Gracias Maestro´ y tenemos que cubrirlo”.