ESMA: Los unos y los otros
Una sala colmada de pasiones y de heridas abiertas. Cada uno, los de un lado y los del otro, repasaban como en una película, su película, momentos, situaciones, algunas terroríficas, otras salpicadas de pequeñísimas victorias que alguna vez se parecieron a grandes pasos en busca de la Justicia. Historias, todas, absolutamente todas, dramáticas, como la que allí comenzaría a cerrarse casi tres horas más tarde, cuando el Tribunal dictaba la sentencia a los 17 represores que en la última dictadura militar (1976-1983) operaron en la ESMA.
Desde muy temprano todos los de un lado, los familiares y las víctimas, del otro, parientes y amigos de los acusados se mezclaban en la fila ante el juzgador número 5 para ser autorizados a ingresar a la Sala. La indiferencia era absoluta. Afuera en la calle militantes de distintas facciones políticas se preparaban para seguir todo por pantalla gigante y celebrar en la calle, donde también se luchó por la Justicia a lo largo de décadas. Dos horas después comenzaron a ocupar su lugar en la sala. Los que venían por la defensa, en el palco de arriba, los de la querella y los querellantes abajo, como se hizo costumbre a lo largo de todo el proceso. Arriba, junto a los familiares de los represores, varios ex oficiales de la Armada, con carteles desafiantes. Abajo el silencio lógico de los que desde hacía más de 30 años, aguardaban justicia. A la hora señalada. Los reos y los jueces se hacían esperar. “Están terminando de redactar la sentencia”, dijo se justificó una fuente del tribunal cuando las horas pasaban y nada. Después se supo que la discusión entre los tres jueces fue más fuerte de lo normal. “Algunos no toleraron tantas prisiones perpetuas”, dijo un conocedor de los pasillos tribunalicios. Resabios psicológicos de una dictadura que dejó sus huellas en “la familia judicial”.
Casi tres horas después arrancó la lectura del fallo. Con Ricardo “Sérpico” Cavallo, encabezando el pelotón de sexagenarios y septuagenarios esposados, los acusados fueron ingresando en la sala de a uno. En la primera fila, Jorge “EL tigre” Acosta, en su condición de más veterano y jefe del Grupo de Tareas 3.3.3,2 como se denominó a la pandilla de torturadores y asesinos con uniforme que entre 1976 y 1983 se ocuparon de la vida y de la muerte. Más de la muerte que de la vida, de más de cinco mil personas. Se ubicaron a al derecha de la sala. En frente víctimas y querellantes, junto a sus abogados y atrás familiares y representantes de organismos de derechos humanos.
Si Acosta hubiese podido darse vuelta, hubiese visto que allí, a pocos metros de él, estaba Carlos Lorkipanidze, a quien ordenó torturar hasta que hable y “si no le dan a la hija también”. La hija de Lorkipanidze tenía meses de vida.
Si Alfredo Astiz, hubiese dejado de reírse y de acariciarse la escarapela cada vez que lo nombraba el presidente del tribunal hubiese comprobado que allí estaba las hijas de Mari Ponce de Bianco, de Ana María Cariaga y Azucena Villaflor, las tres fundadoras de Madres de Plaza de Mayo, que el “marcó” en la Iglesia Santa Cruz de donde desaparecieron en 1977 y que después torturó junto a las monjas francesas, Leonie Duquet Y Alice Domon. De no haber existido “el Rubio” como se hacía llamar Astiz, Ana Bianco y Mónica Astiz, hermana del represor, a pocos metros de distancia una de otra en la fila, no se hubiesen mirado con la desconfianza que lo hicieron antes de ingresar al Tribunal. Ambas son contemporáneas pero la historia de este país las colocó, tal vez muy a su pesar, en bandos diferentes.
Carlos Capdevilla, más conocido en la mazmorra, como “Tomy”, estaba a pocos metros de varios hijos nacidos en su improvisada maternidad en el tercer piso del Casino de oficiales. A pocos metros de allí, en esa sala que por momentos se parecía al mapa argentino, dibujado en su interior por líneas que se iban entrecruzando, esta Marianella Galli, 34 años, festejando cada vez que el juez Carlos Obligado decía: “prisión perpetua”, aún cuando varios de los condenados como el propio Astiz, o Alberto González Menotti, habían saludado a su padre al nacer, por ser la hija recién nacida de un amigo. Meses después la tuvieron en brazos pero en carácter de secuestrada. Su padre Mario Galli, había egresado junto a ellos de la Escuela Naval militar. Pertenecía a la promoción 100, la que al igual que el país en aquellos primeros 70 había quedado fracturada ideológicamente. Gallí, Teniente de Corbeta, hacía varios años que junto a otros marinos, como Juan José Urien y Aníbal Acosta, militaban en Montoneros.
Fue uno de ellos, de la Promoción 100 aún en libertad, quien entregó a su padre cuando ella tenía tan sólo meses. Todos, su padre su madre, su abuela y ella misma, fueron secuestrados. Sólo sobrevivió ella, quien había sido entregada a su tía, Mónica. En otras circunstancias el vínculo entre ellos pudo haber tenido otro derrotero. Pero la vida los puso ahí. Ella, llorando de alegría, por ver a sus captores y a quienes asesinaron a casi toda su familia, condenados. Algo por lo que tuvo que esperar toda su vida y ellos, los ex camaradas de su padre, sin enterarse de su presencia porque le daban la espalda.
En lo alto, la familia militar arengaba a sus reos. Padres, hermanos, maridos y camaradas de armas. Entre ellos un octogenario, que se desplazaba con dificultad, ayudándose de un bastón, esperó horas con la misma estoicidad que atravesó todo el juicio. No intercambiaba palabra con el resto de los hombres de armas retirados ni con sus esposas ni con los hijos de estos. El estaba allí por su única “razón de vivir” desde el 24 de Agosto de 2001, cuando su hijo, logró cobrar notoriedad internacional en México, donde fue detenido cuando una investigación periodística reveló su verdadera identidad y su pasado. Oscar Cavallo, recorrió tres continentes en busca primero de la extradición y luego de la libertad de su hijo. El se había retirado de la Armada como suboficial, y eso establece de hecho una distancia con los oficiales. Tanto en actividad como en retiro, de ahí esa suerte de aislamiento y esa lágrima en soledad que se escapó cuando Ricardo Miguel Cavallo fue condenado a Perpetua.
Justamente “Sérpico”, imperturbable, con la mirada siempre puesta en la lectura y en las escritura de la sentencia, ni se inmutó cuando le llegó el turno. La esperaba. Tampoco se dio vuelta para ver a quienes estaban detrás del vidrio. Ahí a pocos metros de él estaba el hombre, que de niño había jugado en la misma puerta de su casa de Villa Urquiza y en los aledaños. El que se cruzó en su camino de exitoso empresario y de padre ejemplar en aquel fatídico mes de agosto de fin de sexenio presidencial en México, con un artículo que a ambos le cambió, en mayor y en menor forma la vida. El allí como uno de los reos más famosos de la sala, el otro en su condición de periodista. El reo, haciendo gala a su propia prosapia represora, el periodista, profesional al fin y no militante como obliga el manual en boga del nuevo periodismo kirchnerista, hizo un esfuerzo por contener las lágrimas y por no participar del coro de gritos que le cantaban a la justicia, tardía, pero bien recibida.
Todo estaba allí dentro. Los unos y los otros. Ellos y nosotros, como una muestra en escala de lo que fue este país y que el miércoles 26 de octubre, comenzó a dejar de ser. Un país un poco menos impune.