La navidad de Alejandro
A Osvaldo Ardizzone por haberme contagiado el periodismo
Es una esquina urbana como tantas. Es una de las más transitadas de esta ciudad que mata lentamente, pero podría ser otra cualquiera. Más vertiginosamente cruel o alguna donde la indignación marca el ritmo por estas horas. A pocos metros de allí, Avenida Raúl Scalabrini Ortiz con la intersección de la Avenida Santa Fe, los shoppings y los comercios rebozan de clientes consumiéndolo todo. Hasta los últimos flecos del propalado “modelo de inclusión social” y la paciencia de ser un transeúnte. Eso a escasos metros de Allí donde Alejandro, en su menesteroso reino, duerme la navidad de los justos.
Alejandro reina por su condición de habitante exclusivo de esa esquina porteña que supo de otros tiempos y mejores. Se erige en el monarca de los habitantes de la calle, como amo y señor de la nada y en el que es obedecido por dos canes bautizados en en honor a dos cantantes que lejos estuvieron de ostentar voces perrunas. “Nino Bravo” y “Alberto Cortez”. Sólo es reconocido por los vecinos que lo consideran parte esta realidad tan propiamente porteña. Vivir en la calle, como otras decenas de miles de personas que armarán su árbol de navidad con las bombas de sus propios menesteres y un par de sueños que jamás serán cumplidos, es para él, como para muchísimos otros la única alternativa cuando la moneda lanzada al viento cae del lado equivocado.
Alejandro tiene 38 años y se vio obligado a abdicar de su burguesa existencia ante los recurrentes golpes de la droga. Después ascendió al reino de la calle. Lo hizo ya hace algunos años. Fue probando de esquina en esquina, hasta que nadie ya se animó a echarlo de allí. Se agenció un colchón y luego unas sábanas, después los muebles rescatados de una verdulería tras vaciar las manzanas y un televisor que Fabián, quien acostumbra a mirar desde el corazón, le preparó para que mitigara la soledad y su existencia fuese al menos un poco menos transparente para la mayoría de los transeúntes.
Así transcurren sus horas, hasta que como tantos otros que se ven atraídos por el televisor, un pibe, y no un chavo, un pibe se detiene sonriente cuando ve el rostro ajado de Alfio “El Coco” Basile, ex entrenador de la selección argentina y del América de México, y una leyenda en la pantalla que dice que está a punto de volver a su casa, o sea al Racing Club. El pibe exclama: “Lindo regalo de Navidad…”. Se conforma con poco, el pibe. Con menos se conforma Alejandro que lo mira absorto sin terminar de discernir la conducta de sus congéneres.
Hace unos días había sido noticia cuando La Nación dio parte de lo que son sus días. Se queja de que los periodistas no “publican todo lo que yo digo”, ajustándose a la moda de culpar a la prensa de todo y por todo. Hace también unos días que rescató ese árbol navideño, tal vez de la basura a donde habría ido a parar como desperdicio de una fe que alguna vez fue de otro, y al que recicló con la paciencia de un orfebre.
A los que pasan, los sigue atrayendo la televisión más que el dueño. De él se ocupará una vecina y un par de comerciantes, que esta noche llegarán con un vaso de algo y un vulgar pedazo de Panettone para dejar la conciencia de buen cristiano en paz y brindar con él la Navidad.
Entonces el se abrazará con sus súbditos cuando de la medianoche y ellos sufran los efectos de la pirotecnia y la esquina sea mucho más ruidosa aún que de costumbre. Cuando las explosiones pasen y todo vuelva a la calma, a Cortez, le acariciará las orejas para recordarle que no sólo ambos son callejeros “por derecho propio” y a su Bravo le estampara un beso en la trompa para recordarle que “esta será mi casa…”
Como Alejandro, otras decenas de miles en esta ciudad que mata menos que otras, pero con la misma eficacia, y millones en el mundo, recibirán en la soledad de su inconmensurable pobreza el nacimiento del Niño Jesús. Será uno, dos, cientos de miles de Alejandros, los que por techo vislumbran el cielo, por baño una fuente y por comedor una esquina urbana donde luzca el árbol navideño en el que cuelgue un halo de esperanza al que todos, absolutamente todos, están invitados a entrar.
Ellos estarán allí, durmiendo el sueño de los que lo perdieron casi todo meno la fe. Mientras los que pasan cerca de este Alejandro y todos los Alejandros del mundo, cargados de paquetes y otro tipo de miserias e innecesidades, se ahorren el “Feliz Navidad”, negándose a entrar al reino de Alejandro. Aunque más no sea para husmear cómo es la vida cuando la moneda cae del lado del sello.